Locusta nació en la Galia durante el siglo I. Al vivir en el campo,
desde niña aprendió a conocer las propiedades de las plantas, tanto las
beneficiosas como aquellas más perjudiciales. Cuenta la leyenda que cada
día probaba un nuevo veneno, hasta hacerse inmune a todos. Sus
víctimas, en cambio, no habían tenido tal precaución.
Se convirtió en esclava de Roma, pero no le fue mal. Logró hacer
fortuna allí, puesto que sus conocimientos eran muy estimados. Su
especialidad eran los llamados polvos de sucesión, a base de arsénico
fundamentalmente, aunque también solía emplear setas venenosas, cicuta,
beleño y otras plantas. Cuando había que deshacerse de un rival político
o se deseaba cobrar una herencia, los romanos no tenían más que
dirigirse a Locusta, porque, además, su trabajo era tan bueno que se
conseguía que las muertes parecieran naturales. Se rumoreaba que la
propia Mesalina había acudido a ella para librarse de Tito, el amante
del que ya se había cansado.
Agripina, última esposa del emperador Claudio, decidió recurrir a
Locusta para desembarazarse de su anciano esposo. La emperatriz se
entrevistó en secreto con ella y expuso el problema como si fuera una
amiga suya la que precisaba de sus servicios. Locusta había sido
sentenciada por envenenadora, de modo que Agripina le ofreció librarla
de su condena a muerte si aceptaba el encargo. La mujer, por supuesto,
accedió: nada tenía ya que perder. Al día siguiente le entregaba a
Agripina una cajita llena de polvo blanco. Le indicó que bastaría con
poner una pequeña cantidad en la comida de la persona que se deseara
eliminar, y que haría efecto en tan sólo medio día. Al saber que a la
víctima le gustaban mucho las setas, le dio además a la emperatriz unas
trufas similares en apariencia, pero mortales. De ese modo el emperador
iba a ingerir veneno por partida doble. Por si aún fuera poco, Locusta
le proporcionó coloquíntida para apresurar los efectos del veneno, e
impregnó en el mismo la pluma con la que se hacía vomitar al emperador
al introducirla por su garganta.
El 12 de octubre del año 54, después de haberle hecho servir mucho vino a
su esposo, Agripina le llevó personalmente las setas. Ella misma comió
una, y animó al emperador a probar la más grande. Claudio se abalanzó
confiado sobre ellas. Al cabo de seis horas de haberlas ingerido comenzó
la terrible agonía, hasta entrar en coma por fallo hepático y fallecer
poco después. Durante todo ese tiempo Agripina no había dejado de
mostrarse como esposa solícita, interesándose por la causa de su mal.
La envenenadora aún tendría un nuevo golpe de suerte: la muerte del
emperador no habría de ser el último encargo que recibiría por parte de
la familia imperial. Ahora el sucesor era Nerón, el hijo de la
emperatriz, y mientras Locusta se encontraba encerrada en un calabozo de
palacio, Nerón quiso eliminar a Británico, el hijo de Claudio, un niño
que cumplía 14 años por esas fechas. Para eso también él la necesitaba.
El nuevo emperador le ofreció la libertad a Locusta si le hacía ese
servicio.
La envenenadora accedió y con ello no sólo resolvía su propia
situación, sino que al mismo tiempo se convertía en una persona muy
útil. Alojada espléndidamente en palacio, en los propios aposentos del
emperador, hizo un primer intento de hallar el veneno adecuado al caso.
Por un exceso de prudencia, para asegurarse de que no parecería un
crimen, el primero no produjo los resultados deseados, y sólo tuvo como
consecuencia una diarrea del joven. Nerón, desatada su furia, abofeteó a
Locusta y la amenazó con la muerte si no cumplía eficazmente sus
órdenes. Para asegurarse de no fallar la próxima vez, experimentó antes
el veneno con una cabra. El animal tardó 5 horas en morir, lo que
pareció demasiado lento a Nerón. Por tercera vez prepara Locusta su
veneno y lo ensaya en un cerdo, que por fin muere con la prontitud
apetecida.
Poco después le llegaba la hora a Británico. Sucedió en un banquete del
emperador, con un vino. Aunque fue probado primero por un catador de
venenos, estaba demasiado caliente y hubo de ser refrescado con agua. El
arsénico y la sardonia iban precisamente en esa agua. En pleno banquete
Británico comenzó a sufrir horribles convulsiones. Nerón, impasible, le
restó importancia afirmando que se trataba de uno de sus ataques
epilépticos e hizo que lo sacasen del salón.
Ninguno de los presentes osó expresar en voz alta las sospechas de que
el hijo de Claudio había sido envenenado. Horas más tarde moría
Británico y era enterrado esa misma noche. Su cadáver se quemó y se
enterró en el Campo de Marte sin demasiada pompa y sin disimular la
precipitación. Dion y Tácito mencionan que en ese momento cayó una
violenta lluvia que delataba la furia de los dioses.
Nerón colmó de honores a Locusta, le regaló tierras de gran valor y le
permitió abrir una escuela para instruir a otros en los secretos de las
plantas. Los venenos se probaban allí sobre animales, y a veces sobre
criminales convictos. Llegó a vivir en un barrio agradable cerca del
Palatino, y eran muchos los ciudadanos poderosos que frecuentaban su
hogar en busca de algún remedio. Sus costumbres eran bastante
rutinarias. Se acostaba temprano “a menos que la visitara algún amante
anónimo”, y paseaba a sus perros, que cambiaba con frecuencia porque
experimentaba sus venenos con ellos y con los esclavos que a nadie
importaban. Tácito dice que el emperador hacía tanto aprecio de ella
que, por temor a perderla, tenía varios hombres destinados únicamente a
vigilarla.
Cuando le preguntaban a Aurora por qué lo había hecho, respondía:
“Porque era tan hermosa”. No estaba arrepentida. Lo volvería a hacer. En
el juicio, declaró que la muerte se había producido de común acuerdo.
Pero tras la caída de Nerón se acabó la suerte de Locusta, ya que
Galba la acusó de unos 400 asesinatos en enero del año 69. El castigo
fue ciertamente extravagante: según Apuleyo, el nuevo emperador ordenó
que fuera atada y violada públicamente por una jirafa amaestrada, para
luego ser despedazada por los leones.
Locusta se había convertido en la primera asesina en serie documentada por la Historia.
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